Estar en pleno
mayo nunca ha traído ninguna connotación positiva en la vida estudiantil. A la
ya de por sí inquietante amenaza de los exámenes se le suman los trabajos encomendados
a última hora (no “dejados” para última hora, sino “mandados por el profesor/a”
a última hora; la diferencia es importante), la creciente pila de apuntes por
estudiar (agregar dos, tres, cuatro temas a una semana antes del examen es para
no pocos algo completamente lógico y didáctico) y los cálculos de “Si saco X en
el trabajo, entonces tendré que sacar mínimo Y en el examen para aprobar… Pero
contando con el 10% de las prácticas y la asistencia… ¿Entonces es un 5% cada
una?... Y si me han puesto Z en el informe de prácticas eso significa que…”
(reconozcámoslo: tod@s lo hemos hecho).
Y
así transcurren todas las primaveras estudiantiles desde que uno alcanza la
edad suficiente como para que no le manden de deberes fichas para colorear y
redacciones sobre el otoño. La pregunta es: ¿qué sentido tiene todo esto?
Desde
los primeros días de parvulario le enseñan a uno que lo importante es
participar y trabajar en grupo, que hay que tener compañerismo y que una clase
es una comunidad y como comunidad todo el mundo dentro de ella desempeña un
papel igual de necesario, digno e importante. Todo esto mientras te están
comparando con tu vecino de pupitre para ver a quién se la da mejor el cálculo,
quién es mejor en la cancha de deportes o quién tiene una caligrafía más
bonita.
El
instituto es otra historia. Pero no deja de ser el mismo perro con distinto
collar. En plena tormenta de acné, angustia existencial, oscuros deseos adolescentes,
te dicen que tienes que elegir tu futuro, que tener dudas sobre el mismo es
algo antinatural, y que desde tu más tierna infancia ya tendrías que haber sabido
qué es lo que más te tira de todo el amplio abanico de conocimientos que se
ofrecen en una escuela. Cuando llega el momento de pensar en “OH, la vida
después de la graduación”, es cuando uno se empieza a tirar de los pelos.
Pero
vamos a ver, señores. A los 16 años uno ni sabe lo que quiere para cenar, ¿cómo
le vamos a pedir a un chaval de esa edad que se cargue a las espaldas el peso
de una decisión que condicionará su futuro entero, y lo que es peor, amenzarlo
con que, si se equivoca en la misma, no puede esperar de su vida más que
fracaso?
Te
venden eso de “Te vamos a enseñar a pensar”, cuando en realidad es “Vamos a
intentar convertirte en una máquina de aprobar exámenes”. No es lo mismo
enseñar a pensar que enseñar UNA manera de pensar, y con la tristísima y
patética situación de la profesión de profesor en España, usted me está
transmitiendo esa frustración y ese descontento que tiene con la vida. Que por
cierto, dice mucho de un país que se manosee, maltrate, infravalore y denigre
tanto la labor de un docente mientras un señor en cuya subida al trono nadie
tuvo ni voz ni voto (excepto cierto dictador) se gaste los cuartos matando
elefantes y berrear en algún programa de corazón haga que tu cuenta bancaria
caiga en la obesidad.
Te
venden el compañerismo, cuando en realidad en las aulas se tiende en gran
medida a fomentar la rivalidad y la competición, y no hablo de las sanas. Y os
lo digo como la persona autoexigente y competitiva, sobre todo con mí misma,
que he sido siempre: tener que tragarte todo eso en una etapa vital por
definición tan jodidamente complicada como lo es la adolescencia es MUY duro y
puede llegar a ser MUY traumatizante.
Es
evidente que no todos nacemos igual. Pero eso de los “listos” y los “tontos” es un invento para amedrentarnos y mantenernos dentro del
rebaño: tú sirves, haz esto, tú no, haz esto otro. Cuando lo cierto es que TODOS
somos inteligentes. Repito, TODOS. Hay muchos tipos de inteligencia: numérica,
verbal, lógica, espacial, manual, personal, interpersonal, musical... Que
alguien sea nulo en alguna de esas cosas no implica que sea un garrulo. Todos
somos inteligentes, la cuestión es saber potenciar eso que ya tenemos. ¿Cuántas
mentes prodigiosas para un determinado campo del conocimiento, cuántos alumnos
curiosos por saber se han quedado en el camino, asfixiados y derrotados por un
sistema opresor que pretende reducir tus habilidades e intereses a una simple
cifra?
Creo
firmemente que todos somos capaces de hacer lo que nos propongamos. Puede
costarnos más o menos, según nuestras habilidades naturales, pero podemos. Es
un cliché, pero la cuestión es echarle coraje y empeño y ganas, y tener claro
ante todo que tú eres (y “estás destinado” a ser) lo que quieres ser, no la
etiqueta que alguien te haya puesto aleatoriamente por algún absurdo
convencionalismo limitante.
Este
sistema educativo que tenemos (y ya no digamos si está mezclado con la religión…
Es otro tema pero si hay algo que tengo claro es que: Religión + Escuela=DANGER
DANGER) y, bueno, la sociedad en general, nos quiere hacer creer que ya venimos
servidos de casa, que dependemos de una autoridad (llámesele X a esa figura
autoritaria) para vivir porque somos demasiado insignificantes para conseguirlo
por nosotros mismos. Que nacemos ya “determinados”. Pues no. Nacemos
con una serie de cosas y nos vamos convirtiendo en otra serie de cosas en el
complejo y fascinante viaje que es la vida.
La
vida escolar, incluyendo desde los más dulces años de la infancia en parvulario
hasta los primeros pasos en el mundo adulto en la Universidad, debería ser la
etapa más bonita, enriquecedora y memorable de la vida de uno. Convertir el
aprendizaje de todas las cosas maravillosas e impresionantes que hay en este
mundo (el suelo que pisas, los libros que lees, el aparentemente simple hecho
de cómo mis manos pueden deslizarse por el teclado para producir este texto) en
una carrera de obstáculos no es bueno, ni rentable ni a corto ni a largo plazo.
¡Uy!
Acabo de mirar el reloj; qué tarde se me ha hecho. Os dejo, que tengo que
estudiar.