domingo, 16 de febrero de 2014

DE BOLONIA Y OTROS DESASTRES

En España, cada vez que queremos (fingir) ser muy modernos y muy europeos, la cagamos espectacularmente, quizá por ese complejo de país tercermundista que llevamos décadas arrastrando. Y con el plan Bolonia y el tratamiento que se le da a la Universidad en general no podríamos ser menos, porque el don de cagarla espectacularmente no se limita sólo a asuntos triviales o fácilmente solucionables, no. Si es un asunto de máxima importancia para el desarrollo y bienestar de la sociedad como es el qué hacer con nuestros universitarios, el don incluso se magnifica.
¿Qué noción tiene la gente no universitaria sobre el plan Bolonia? Así de buenas a primeras, una reforma (¡otra para la colección!) educativa aplicada a la Universidad, que generó mucha polémica y con la que muchos (sobre todo universitarios que la están viviendo en sus propias carnes) expresan descontento y frustración. A mí lo que me fascina mucho son los comentarios de la gente que habla sin saber.
Sois una pandilla de quejicas que nunca han tenido que esforzarse por nada y que en cuanto os ponen unos exámenes universitarios delante ya os creéis víctimas del sistema.  Además, que con Bolonia vais a clase y hacéis unos cuantos trabajos y ya estáis aprobados. Ya. Claro. ¿La persona que me dice esto ha estudiado con Bolonia? No. Bien. Practicando la tradición milenaria de opinar sin tener ni puñetera idea de lo que se está opinando. Típico.
Me he pasado noches sin pasar por cama (literalmente) haciendo trabajos e informes que luego a la hora de evaluar y poner una nota el personaje encargado de eso se ha pasado por el forro de los cojones, y no precisamente porque su calidad fuese mala, sino porque supongo que cuando estás cobrando por algo que en el fondo te importa un comino y sabes que tu cuenta corriente va a seguir engordando cada mes independientemente de cómo trates a tus alumnos, las noches en vela de una estudiante cualquiera de una masa de alumnos cualquiera en un aula cualquiera pues te la sudan un rato largo.
Bueno, pero es que los trabajos y demás cosas de clase no son para conseguir X puntos en vuestra nota, son para que aprendáis. Porque a la Universidad uno va a aprender, no a conseguir una media determinada. PERDÓN. Perdón por pedir que las horas que he pasado entre libros, sangre, sudor y lágrimas se vean reflejadas en mi expediente con el peso que merecen. Perdón por creerme eso que me contaron de niña de que “todo esfuerzo tiene su recompensa”. Perdón por preocuparme por mis notas y por protestar cuando me parecen injustas. En resumen, perdón por esforzarme en lo que hago porque creo que el amor que siento por ese algo bien vale unas cuantas horas encerrada entre cuatro paredes con cafeína a un lado y subrayadores al otro. Desde luego, perdón, Bolonia.
Y no empecemos con los exámenes. El que diseñó el sistema de exámenes boloñeses podría ser muy listo para algunas cosas, no lo discuto, pero desde luego en pedagogía mal andaba. A ninguna mente en su sano juicio le parecería de recibo acabar las clases un 20 de diciembre y tener el primero de cinco, seis, siete exámenes el 8 de enero, porque apenas dos semanas no garantizan el estudio decente de mil páginas de apuntes por cada materia, y menos en plenas vacaciones. O acabar las clases el 15 de mayo y seis días después tener el primer examen. Ay, hijos míos, pero es que quien algo quiere, algo le cuesta. Es lo que decía antes: la cultura del esfuerzo. Si es que sois niños que habéis nacido con un ordenador debajo del brazo, y claro, estáis acostumbrados a tener todo al instante sin mover un dedo. Además, si hubieseis llevado todo al día no estaríais agobiados los días antes de los exámenes, pero es que os perdéis en la vida universitaria, todo el día que si este jueves salgo, que si mis amigos dicen de ir a no sé dónde, que si me voy de cañas… y claro, lo dejáis todo para el último momento.
 Para empezar, no conozco a ningún universitario que “deje todo para el último momento”. Entre trabajos, exposiciones orales, exámenes parciales, seminarios y ejercicios para entregar es IMPOSIBLE pasarse todo un cuatrimestre sin tocar un libro. Después de casi cuatro meses pasando apuntes, leyendo manuales, haciendo esquemas, elaborando trabajos y asistiendo a clases (en resumen: ESTUDIANDO y asimilando materias), es lógico suponer que llega un momento de fiestas y cenas con la familia en el que nos apetece descansar, pero no. Los exámenes de enero acechan como lobos hambrientos de fracasos. Y aunque trabajemos constantemente durante todo el cuatrimestre, con las mil y una horas de clases, tutorías absurdas (yo he llegado a tener “tutorías obligatorias para resolver dudas” a la segunda semana de clases, cuando prácticamente no se ha pasado del tema de Introducción), horas y horas dejándonos la vista en el laboratorio (para luego currarnos unos informes de prácticas que al final no van a tener ningún peso real en nuestra calificación final), pues, evidentemente, hay cosas que se nos escapan.
Porque aunque los creadores de Bolonia estaban convencidos de lo contrario, los días de los estudiantes universitarios, igual que los de cualquier otro ser que habite sobre este planeta, solamente alcanzan las 24 horas. De esas 24 horas, aunque los creadores de Bolonia estaban convencidos de lo contrario, para los estudiantes universitarios, igual que para cualquier otra persona, es sano y natural reservar un tiempo para la distensión, el ocio, las aficiones y el descanso (y por supuesto el dormir), y sobre todo en una época vital de formación como la que estamos viviendo. Otra vez vuelvo a dar muestras de mi ingenuidad: yo creía que la Universidad servía para descubrirte a ti mismo como futuro trabajador y como persona en general, no para convertirte en una máquina de aprobar exámenes y entregar tareas dentro del plazo límite. Pero, una vez más, los creadores de Bolonia estaban convencidos de lo contrario.
Conozco a gente con un interés acojonante en sus carreras, que empinan los codos como el que más, que se informan y leen y estudian cosas de su campo extraescolarmente por puro placer, y sin embargo se frustran por unos resultados académicos que no reflejan todas esas horas invertidas en la formación. Porque sí, amigos. El leer, reflexionar, investigar y discutir por tu cuenta entran dentro de la formación universitaria, pero claro, como no están valorados con un porcentaje en una nota, solemos pasarlas por alto. Yo si fuera empresaria, o encargada de un laboratorio, o de recursos humanos en cualquier institución, y estuviese en mi mano contratar a nuevo personal, no dudaría un segundo en contratarlos a ellos. “Pues claro”, diréis. “Porque los conoces y son tus amigos, y entonces tú, que vas de moralista por la vida, estarías cayendo en la ancestral tradición del enchufismo”. Pues no. Los contrataría porque los veo muchísimo más preparados, con una formación mucho más completa, extensa y honesta, que algunos que, mediante la técnica de “chapatoria-vómito-resaca y olvido” que nos han pintado desde Primaria como clave del éxito estudiantil,  se han asegurado un expediente chachi y admirable, pero poco sincero.
¿Y qué pasa con los que ponen las notas en ese expediente? Pues recurramos a la sabiduría popular: “habrá de todo, como en todas partes”. Y bien cierto que es. Me han dado clase profesores  tan apasionados con lo que hacen que inspiran, no imponen, respeto, y enseñan de una forma que más que dar una clase, parece que estén escribiendo una carta de amor a su asignatura. Pero, seamos sinceros, si hay algo que sobra en la Universidad, son profesores desmotivados,  o pagados de sí mismos, de esos que creen que una cátedra es un Premio Nobel, o que les hace poseedores de la verdad absoluta. Yo si tengo que elegir para que me enseñe una asignatura entre una persona que sea un hacha investigando, una eminencia en su campo, pero con aptitud para la enseñanza tendiente a cero, y  otra normalita o de poca relevancia en la investigación, pero que esté absolutamente enamorada de la enseñanza, pues me quedo con el enamorado. Porque por mucho que nos fiemos de nuestra faceta de animales racionales, la mayoría de las veces nos movemos por impulsos y pasiones, y a alguien que ama su trabajo se le nota mucho, sobre todo en comparación con alguien que está ahí como trámite para justificar que se le ingrese un sueldo en la cuenta bancaria cada mes, y de paso alimentar un poquito más su ego.
Tampoco pido profesores tipo Robin Wlliams en “El club de los poetas muertos” (aunque anda que no molaría tenerlos). No pido profesores que nos motiven tanto y nos empapen tanto de sabiduría y amor por su materia que hasta nos subamos a las mesas y proclamemos con lágrimas de emoción y el corazón retumbándonos de  éxtasis en el pecho “OH CAPITÁN, MI CAPITÁN”. Eso ya sería mucho pedir, y sería demasiado genial que nos los concediesen. Solamente pido unos profesores, y ya que estamos, unos alumnos, un sistema universitario (qué leches, un sistema educativo en general) que se quede con el mensaje de la película: Carpe diem. Pero no un Carpe diem entendido en el sentido choni y banal de hoy en día, un Carpe diem que se escribe así pero se pronuncia “hago lo que me sale del nabo sin importarme el efecto que puedo tener sobre los demás, o sobre mí mismo, con mis acciones”. No. Un Carpe diem verdadero, bonito, puro, sincero, ese Carpe diem que Robin Williams, libro de poesía en mano, inculcó a unos ingenuos e inocentes chicos que acabaron subiéndose a mesas para defender aquello en lo que creían. Que estamos aquí de paso, que igual que ahora estoy escribiendo estas líneas dentro de unas horas puedo estar en el otro barrio, que si estamos estudiando una determinada carrera es (bueno, debería ser) porque nos morimos de amor por ella y porque, si para llegar a ser o hacer X en la vida tenemos que pasar Y años de estudio, esfuerzo, trabajo e incertidumbre, queremos pasar esos Y años de estudio, esfuerzo, trabajo e incertidumbre con esa profesión y no con otra cualquiera.
Por eso,  y porque partimos de la base que nos gusta tanto esa carrera que estamos dispuestos a vivir en el no saber, en el estar perdidos, en el no sé qué será de mí dentro de unos años, no creo que sea justo, ni moral, ni ético, ponernos más obstáculos que los que ya el mero hecho de inclinarte por una u otra vía académica y profesional trae de serie. Por eso Bolonia la está cagando, y por eso en el futuro los puestos de trabajo estarán ocupados por profesionales que de eso sólo tienen el nombre, que aprendieron a odiar algo que amaban, que vivieron sus años universitarios frustrados por un sistema absurdo y deshumanizador. Esto suponiendo que consiguan trabajo después de todos esos años de esfuerzo.
Y mientras esto no se resuelva, ¿qué nos queda? Pues combatir el sistema desde dentro y demostrarle que podemos llegar a ser quienes queremos ser, por muy jodido que nos lo ponga. Y, por supuesto, también quejarnos.

Carpe diem, señores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario