En España, cada vez que queremos (fingir) ser
muy modernos y muy europeos, la cagamos espectacularmente, quizá por ese
complejo de país tercermundista que llevamos décadas arrastrando. Y con el plan
Bolonia y el tratamiento que se le da a la Universidad en general no podríamos
ser menos, porque el don de cagarla espectacularmente no se limita sólo a
asuntos triviales o fácilmente solucionables, no. Si es un asunto de máxima
importancia para el desarrollo y bienestar de la sociedad como es el qué hacer
con nuestros universitarios, el don incluso se magnifica.
¿Qué noción tiene la gente no universitaria
sobre el plan Bolonia? Así de buenas a primeras, una reforma (¡otra para la
colección!) educativa aplicada a la Universidad, que generó mucha polémica y con
la que muchos (sobre todo universitarios que la están viviendo en sus propias
carnes) expresan descontento y frustración. A mí lo que me fascina mucho son
los comentarios de la gente que habla sin saber.
Sois una pandilla
de quejicas que nunca han tenido que esforzarse por nada y que en cuanto os
ponen unos exámenes universitarios delante ya os creéis víctimas del
sistema. Además, que con Bolonia vais a
clase y hacéis unos cuantos trabajos y ya estáis aprobados. Ya. Claro. ¿La persona que me
dice esto ha estudiado con Bolonia? No. Bien. Practicando la tradición
milenaria de opinar sin tener ni puñetera idea de lo que se está opinando.
Típico.
Me he pasado noches sin pasar por cama
(literalmente) haciendo trabajos e informes que luego a la hora de evaluar y
poner una nota el personaje encargado de eso se ha pasado por el forro de los
cojones, y no precisamente porque su calidad fuese mala, sino porque supongo
que cuando estás cobrando por algo que en el fondo te importa un comino y sabes
que tu cuenta corriente va a seguir engordando cada mes independientemente de
cómo trates a tus alumnos, las noches en vela de una estudiante cualquiera de
una masa de alumnos cualquiera en un aula cualquiera pues te la sudan un rato
largo.
Bueno, pero es que
los trabajos y demás cosas de clase no son para conseguir X puntos en vuestra
nota, son para que aprendáis. Porque a la Universidad uno va a aprender, no a conseguir
una media determinada. PERDÓN. Perdón por pedir que las horas que he pasado entre libros,
sangre, sudor y lágrimas se vean reflejadas en mi expediente con el peso que
merecen. Perdón por creerme eso que me contaron de niña de que “todo esfuerzo
tiene su recompensa”. Perdón por preocuparme por mis notas y por protestar
cuando me parecen injustas. En resumen, perdón por esforzarme en lo que hago
porque creo que el amor que siento por ese algo bien vale unas cuantas horas
encerrada entre cuatro paredes con cafeína a un lado y subrayadores al otro.
Desde luego, perdón, Bolonia.
Y no empecemos con los exámenes. El que
diseñó el sistema de exámenes boloñeses podría ser muy listo para algunas
cosas, no lo discuto, pero desde luego en pedagogía mal andaba. A ninguna mente
en su sano juicio le parecería de recibo acabar las clases un 20 de diciembre y
tener el primero de cinco, seis, siete exámenes el 8 de enero, porque apenas
dos semanas no garantizan el estudio decente de mil páginas de apuntes por cada
materia, y menos en plenas vacaciones. O acabar las clases el 15 de mayo y seis
días después tener el primer examen. Ay,
hijos míos, pero es que quien algo quiere, algo le cuesta. Es lo que decía
antes: la cultura del esfuerzo. Si es que sois niños que habéis nacido con un
ordenador debajo del brazo, y claro, estáis acostumbrados a tener todo al
instante sin mover un dedo. Además, si hubieseis llevado todo al día no
estaríais agobiados los días antes de los exámenes, pero es que os perdéis en
la vida universitaria, todo el día que si este jueves salgo, que si mis amigos
dicen de ir a no sé dónde, que si me voy de cañas… y claro, lo dejáis todo para
el último momento.
Para
empezar, no conozco a ningún universitario que “deje todo para el último
momento”. Entre trabajos, exposiciones orales, exámenes parciales, seminarios y
ejercicios para entregar es IMPOSIBLE pasarse todo un cuatrimestre sin tocar un
libro. Después de casi cuatro meses pasando apuntes, leyendo manuales, haciendo
esquemas, elaborando trabajos y asistiendo a clases (en resumen: ESTUDIANDO y
asimilando materias), es lógico suponer que llega un momento de fiestas y cenas
con la familia en el que nos apetece descansar, pero no. Los exámenes de enero
acechan como lobos hambrientos de fracasos. Y aunque trabajemos constantemente
durante todo el cuatrimestre, con las mil y una horas de clases, tutorías
absurdas (yo he llegado a tener “tutorías obligatorias para resolver dudas” a
la segunda semana de clases, cuando prácticamente no se ha pasado del tema de
Introducción), horas y horas dejándonos la vista en el laboratorio (para luego
currarnos unos informes de prácticas que al final no van a tener ningún peso
real en nuestra calificación final), pues, evidentemente, hay cosas que se nos
escapan.
Porque aunque los creadores de Bolonia
estaban convencidos de lo contrario, los días de los estudiantes
universitarios, igual que los de cualquier otro ser que habite sobre este
planeta, solamente alcanzan las 24 horas. De esas 24 horas, aunque los
creadores de Bolonia estaban convencidos de lo contrario, para los estudiantes
universitarios, igual que para cualquier otra persona, es sano y natural
reservar un tiempo para la distensión, el ocio, las aficiones y el descanso (y
por supuesto el dormir), y sobre todo en una época vital de formación como la
que estamos viviendo. Otra vez vuelvo a dar muestras de mi ingenuidad: yo creía
que la Universidad servía para descubrirte a ti mismo como futuro trabajador y
como persona en general, no para convertirte en una máquina de aprobar exámenes
y entregar tareas dentro del plazo límite. Pero, una vez más, los creadores de
Bolonia estaban convencidos de lo contrario.
Conozco a gente con un interés acojonante en
sus carreras, que empinan los codos como el que más, que se informan y leen y
estudian cosas de su campo extraescolarmente por puro placer, y sin embargo se
frustran por unos resultados académicos que no reflejan todas esas horas
invertidas en la formación. Porque sí, amigos. El leer, reflexionar, investigar
y discutir por tu cuenta entran dentro de la formación universitaria, pero
claro, como no están valorados con un porcentaje en una nota, solemos pasarlas
por alto. Yo si fuera empresaria, o encargada de un laboratorio, o de recursos
humanos en cualquier institución, y estuviese en mi mano contratar a nuevo
personal, no dudaría un segundo en contratarlos a ellos. “Pues claro”, diréis. “Porque
los conoces y son tus amigos, y entonces tú, que vas de moralista por la vida,
estarías cayendo en la ancestral tradición del enchufismo”. Pues no. Los
contrataría porque los veo muchísimo más preparados, con una formación mucho
más completa, extensa y honesta, que algunos que, mediante la técnica de “chapatoria-vómito-resaca
y olvido” que nos han pintado desde Primaria como clave del éxito estudiantil, se han asegurado un expediente chachi y
admirable, pero poco sincero.
¿Y qué pasa con los que ponen las notas en
ese expediente? Pues recurramos a la sabiduría popular: “habrá de todo, como en
todas partes”. Y bien cierto que es. Me han dado clase profesores tan apasionados con lo que hacen que inspiran,
no imponen, respeto, y enseñan de una forma que más que dar una clase, parece
que estén escribiendo una carta de amor a su asignatura. Pero, seamos sinceros,
si hay algo que sobra en la Universidad, son profesores desmotivados, o pagados de sí mismos, de esos que creen que
una cátedra es un Premio Nobel, o que les hace poseedores de la verdad absoluta.
Yo si tengo que elegir para que me enseñe una asignatura entre una persona que
sea un hacha investigando, una eminencia en su campo, pero con aptitud para la enseñanza
tendiente a cero, y otra normalita o de
poca relevancia en la investigación, pero que esté absolutamente enamorada de
la enseñanza, pues me quedo con el enamorado. Porque por mucho que nos fiemos
de nuestra faceta de animales racionales, la mayoría de las veces nos movemos
por impulsos y pasiones, y a alguien que ama su trabajo se le nota mucho, sobre
todo en comparación con alguien que está ahí como trámite para justificar que
se le ingrese un sueldo en la cuenta bancaria cada mes, y de paso alimentar un
poquito más su ego.
Tampoco pido profesores tipo Robin Wlliams en
“El club de los poetas muertos” (aunque anda que no molaría tenerlos). No pido
profesores que nos motiven tanto y nos empapen tanto de sabiduría y amor por su
materia que hasta nos subamos a las mesas y proclamemos con lágrimas de emoción
y el corazón retumbándonos de éxtasis en
el pecho “OH CAPITÁN, MI CAPITÁN”. Eso ya sería mucho pedir, y sería demasiado
genial que nos los concediesen. Solamente pido unos profesores, y ya que
estamos, unos alumnos, un sistema universitario (qué leches, un sistema
educativo en general) que se quede con el mensaje de la película: Carpe diem. Pero no un Carpe diem entendido en el sentido choni
y banal de hoy en día, un Carpe diem
que se escribe así pero se pronuncia “hago lo que me sale del nabo sin
importarme el efecto que puedo tener sobre los demás, o sobre mí mismo, con mis
acciones”. No. Un Carpe diem
verdadero, bonito, puro, sincero, ese Carpe
diem que Robin Williams, libro de poesía en mano, inculcó a unos ingenuos e
inocentes chicos que acabaron subiéndose a mesas para defender aquello en lo
que creían. Que estamos aquí de paso, que igual que ahora estoy escribiendo
estas líneas dentro de unas horas puedo estar en el otro barrio, que si estamos
estudiando una determinada carrera es (bueno, debería ser) porque nos morimos
de amor por ella y porque, si para llegar a ser o hacer X en la vida tenemos
que pasar Y años de estudio, esfuerzo, trabajo e incertidumbre, queremos pasar
esos Y años de estudio, esfuerzo, trabajo e incertidumbre con esa profesión y
no con otra cualquiera.
Por eso,
y porque partimos de la base que nos gusta tanto esa carrera que estamos
dispuestos a vivir en el no saber, en el estar perdidos, en el no sé qué será
de mí dentro de unos años, no creo que sea justo, ni moral, ni ético, ponernos
más obstáculos que los que ya el mero hecho de inclinarte por una u otra vía
académica y profesional trae de serie. Por eso Bolonia la está cagando, y por
eso en el futuro los puestos de trabajo estarán ocupados por profesionales que
de eso sólo tienen el nombre, que aprendieron a odiar algo que amaban, que
vivieron sus años universitarios frustrados por un sistema absurdo y
deshumanizador. Esto suponiendo que consiguan trabajo después de todos esos
años de esfuerzo.
Y mientras esto no se resuelva, ¿qué nos
queda? Pues combatir el sistema desde dentro y demostrarle que podemos llegar a
ser quienes queremos ser, por muy jodido que nos lo ponga. Y, por supuesto,
también quejarnos.
Carpe diem, señores.