jueves, 11 de septiembre de 2014

Los niños del País de Nunca Jamás

Ya tenemos nombre oficial. Nos llaman los millenials. La generación Y. Los nacidos entre principios de la década de 1980 y comienzos de los dosmiles. Los sucesores de la generación X (no había presupuesto para nombres más originales). La generación perdida, como los niños de Nunca Jamás.
Somos esos niños que dejaron de ser niños cuando empezaron a enviar los primeros SMS, que eran como el colmo del avance tecnológico a nuestros ojos púberes. Los que daban toques en el Messenger sólo por fastidiar. Los conejillos de indias de las redes sociales, y de tantos y tantos experimentos educativos, universitarios y de niveles inferiores.  Los que todavía quedaban timbrando en los portales de los amigos y no enviando un WhatsApp.
Ahora los millenials hemos dejado atrás los locos años dorados de los noventa y principios de los dosmiles, esos años de boy bands, dibujos animados las mañanas de fines de semana y veneración a la “Encarta” como fuente principal de la sabiduría del Universo. Y llegamos a la mayoría de edad, y la sobrepasamos, y ahora qué.  ¿Y ahora qué?

Dicen de nosotros que no tenemos término medio: que o somos unos “ni-nis” sin oficio ni beneficio empeñados en ejercer de parásito oficial de la familia hasta que papá y mamá se cansen y no tengamos más remedio que ensuciar nuestras delicadas manos malcriadas haciendo hamburguesas en el restaurante de comida rápida de turno, o somos unos pesados sobrecualificados a los que nadie quiere contratar porque somos cultos y leídos y no vaya a ser que tengamos los dos dedos de frente necesarios para darse cuenta de que currar 10 horas al día seis días a la semana por el salario mínimo es esclavitud. Sin cadenas pero con contratos temporales. O sin contratos.

Dicen que en el fondo deberíamos agradecer, tal como están de chungas las cosas, el mero hecho de poder dar nuestros primeros pasos en el mercado laboral, aunque sea con horarios de mierda, sueldos de mierda, períodos de estancia gratis en las empresas “para aprender” o curros que no tengan absolutamente nada que ver con aquello para los que nos hemos preparándonos. Y ojo, que socialmente queda muy mal esto de quejarse de esta manera. “Que te pueden las soberbias”. “Que uno tiene que empezar desde cero”. “Que no sois tan importantes como pensáis, ni estáis tan bien preparados como creéis, ni merecéis tanto reconocimiento como tenéis metido en la cabeza que merecéis”. Perdonen, pero “empezar desde cero” es eso, empezar desde cero, no empezar resbalando cuesta abajo por los números negativos. Querer unas condiciones de salario y empleo que nos permitan ejercer nuestros derechos incuestionables a la vivienda, la comida y la VIDA no es soberbia, es el autorrespeto más básico que existe.

Dicen que somos unos quejicas. Que siempre nos lo dieron todo hecho, y entonces, al llegar a ese momento de la vida en que las facturas pasan a ser algo más que esos sobres feos que llegan cada mes al buzón, no sabemos afrontarlo como “auténticos” adultos. Dicen que protestamos por todo. Que no estamos contentos con nada. Lo cual es paradójico, porque también se nos tacha de pasotas. De que nos la suda la política, el mundo, el futuro; en general, todo lo que no sirva para satisfacer nuestras eternas necesidades hedonistas y egocéntricas. De que en realidad nuestras quejas son por vicio, que a la hora de la verdad no movemos un dedo para cambiar aquello con lo que estamos disconformes. Que con darle a “asistiré” al evento de una manifestación en Facebook ya creemos que hemos cumplido nuestro cupo de solidaridad diaria.

Pues no, señores. No discuto que no haya gente pasota, que la hay, de todas las edades y generaciones. Tampoco discuto que haya mucha gente que sea mucho de boquilla, y luego abres el periódico y ves porcentajes de abstención en elecciones cada vez más altos. ¿Pero que somos una generación despreocupada? Para nada. Que, precisamente, esas redes sociales que tanto se demonizan las utilizamos en muchos casos para movernos, criticar, actuar, hacer ruido. Que llenamos las calles en cada manifestación. No somos la “generación adormecida”. Somos todo lo contrario.

Somos la generación perdida. La generación indignada. La generación emigrante. La generación con ganas de comerse el mundo, a pesar de que la mayoría de las veces el mundo se nos acaba por comer a nosotros.  La Y que hay que despejar de la ecuación. La generación con el futuro más negro que se recuerda en muchos años. Y sí, una de las generaciones más explotadas, infravaloradas, subestimadas e incomprendidas de la Historia reciente. Heredamos de nuestros predecesores hasta las siglas: JASP. Para ellos significaban Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados. Para nosotros, que aunque nos pinten como poco más que unos mequetrefes ignorantes obsesionados con el número de “me gusta” que han conseguido en su último selfie, estamos la hostia de preparados, significan otra cosa. Significan Jóvenes… Aunque Sobradamente Puteados.

jueves, 21 de agosto de 2014

Esa palabra que empieza por "F"

Soy feminista. Con todas sus letras. Con todo lo que implica el término. Y a mucha honra.

Soy consciente de que en pleno año 2014 no os vengo a decir nada nuevo. Que del feminismo se ha hablado y escrito todo lo que se puede hablar y escribir sobre un tema. Pero aun así siento y percibo que todavía no se han asimilado del todo algunos conceptos, que existe confusión sobre los mismos y, sobre todo, que se han montado muchos grandes (y fácilmente desmontables) mitos alrededor del feminismo. Y tampoco es plan. Además, últimamente han caído en mis manos libros brillantes sobre este movimiento, que os recomiendo con todo mi ser: Everyday sexism, de Laura Bates, fundadora de The Everyday Sexism Project (una página web en la que todo el mundo puede escribir acerca de las experiencias sexistas que vive cotidianamente), The rise of enlightened sexism, de Susan J. Douglas, y Full frontal feminism, de Jessica Valenti. Y he decidido hacerles un pequeño homenaje con esta entrada.

Empecemos por el principio. ¿Qué es feminismo?, me dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul… Vamos a hacer bien las cosas y poner una definición “formal”. Feminismo, según la Real Academia Española, es: feminismo. 1. Doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los hombres. 2. Movimiento que exige para las mujeres iguales derechos que para los hombres.

En ningún momento se habla de “superioridad de la mujer sobre el hombre” ni “odio hacia el sexo masculino” ni ninguna otra patraña inventada por el conservadurismo para justificar su miedo al cambio. Y no, el que sea una “doctrina social favorable a la mujer” no quiere decir que se priorice a esta sobre el hombre, sino que se busca la igualdad de ambos sexos en todos los aspectos, y para ello “favorece a la mujer”, en el sentido de que es ella la que ha sido privada durante siglos y siglos de muchos derechos intrínsecos del ser humano, y por tanto es a ella a quien hay que devolvérselos, porque el hombre ya los tiene.
La palabreja “feminazi” es un término ofensivo que algunos emplean para designar reivindicaciones feministas que consideran “excesivas” o incluso hembristas. (En serio, si tengo que explicar por qué resulta ofensivo crear un término que de alguna manera asocie la lucha por la igualdad total entre hombres y mujeres y una ideología genocida que causó crímenes atroces a la humanidad, mal vamos). Ahí ya tengo mis discrepancias: no me parece que ninguna reivindicación en pro de la igualdad total en derechos y deberes de ambos sea nunca "excesiva". Por lo general, lo que se nos vende como “feminazi” o “hembrista” es simplemente algo que resulta incómodo al patriarcado y al status quo.

Cuando te pones a discutir sobre feminismo con alguien que se declara no-feminista porque “le parece que se lleva mucho al extremo el feminismo”, y le aclaras las definiciones anteriores, te suele saltar con: “¿Y los problemas de los hombres qué? ¿A ellos no los objetifican también en los anuncios, por ejemplo? ¿O no los despiden de sus trabajos?”. Tú intentas mantener la calma cuando una vocecilla interior grita: MENUDO IDIOTA. Sí, los hombres también tienen problemas como sexo masculino. Y sí, paradójicamente, muchos de ellos están provocados precisamente por el mismo patriarcado, que impone unas normas tan rígidas y arcaicas en cuestión de géneros que acaba cayendo víctima tanto la mujer (que debe ser sumisa, comedida, obediente, prudente y afectiva, y cumplir unos insanos ideales de “belleza” para poder ser validada como persona en la sociedad) como el hombre (que tiene que cumplir un estereotipo muy específico de macho alfa que llega a frustrar a muchos chavales y hombres adultos por lo imposible de alcanzar).
Sí, a los hombres también los despiden de sus trabajos (de eso no se salva nadie hoy en día), pero nunca tendrán que enfrentarse al problema de tener que llegar a elegir entre acceder a un empleo o conservar el que ya tienen y el tener hijos, porque nunca se tendrán que preocupar de jefes que consideren incompatible su, ya no digamos deseo, sino simple capacidad de procrear, con su dedicación y entrega a su puesto de trabajo. No son precisamente los hombres los que, por regla general, tienden a ganar menos en sus trabajos, ni los que ocupan menos puestos en la docencia universitaria a pesar de ser el sexo más numeroso en el alumnado.
Sí, a los hombres también se los objetifica; todos hemos visto alguna revista (para adolescentes y no tan adolescentes) con el flamante titular en su portada: “Los 10 bombones + hot del verano” y el cachas de turno (una vez más, el estándar imposible, esta vez de belleza física, se aplica también a los hombres) luciendo abdominales en una playa paradisíaca muy en desacorde con todas las playas que el mortal de a pie llega a visitar a lo largo de su vida. Eso sí, por cada reportaje de hombres cuyos cuerpos son escudriñados, tenemos veinte de mujeres escudriñadas, examinadas, juzgadas, valoradas y criticadas por su físico. Si vemos un anuncio en el que es objetificado el cachas de turno en vez de la supermodelo de turno nos llama la atención, precisamente porque estamos acostumbrados a ver  a una mujer siendo cosificada y utilizada para el reclamo comercial y el regocijo visual, no un hombre. El sexismo en los medios no se soluciona empezándolo a aplicar también a los hombres: NINGUNA persona debería ser tratada nunca como una cosa que está ahí para adornar, ya sea mujer u hombre. Punto pelota.

Mucha gente insiste en que el feminismo está pasado de moda y es innecesario hoy en día, ya que las mujeres “ya lo han conseguido todo”. Pues bien, esto no es cierto. Es más, justo antes de empezar a escribir este párrafo me he encontrado con la noticia de que al alcalde de Valladolid, Javier León de la Riva, le da “reparo” entrar en un ascensor con una mujer por si “se arranca el sujetador y la falda” y lo acusa de acoso sexual. Este troglodita está banalizando un tema tan sumamente serio como son las agresiones sexuales, que por desgracia, muchas mujeres han sufrido o sufrirán a lo largo de su vida. Este troglodita, si tuviese un mínimo de decencia y coraje para reconocer la semejante barbaridad que ha dicho, tendría que dimitir de su cargo público, ya que se le presupone trabajar por y para el bienestar de l@s ciudadan@s, y con esto se está pasando por el forro un tema muy serio que afecta a muchos de ellos. Por eso, por  tener que aguantar semejantes gilipolleces en pleno 2014, necesitamos el feminismo. Más que nunca.

El feminismo lucha por la igualdad en derechos y deberes de la mujer. El feminismo reivindica que nuestras voces sean escuchadas (porque merecen Y DEBEN serlo). El feminismo sueña con, y trabaja por, un mundo en el que tu futuro no esté determinado por lo que tienes entre las piernas. El feminismo es necesario. Mucho. Muchísimo. Hay que seguir luchando. Hasta el final.

PD: Váyase usted a la mismísima mierda, señor alcalde de Valladolid.





sábado, 28 de junio de 2014

Sota, caballo y...

A mí la abdicación del (ahora ex -) Rey me pilló de camino a un examen, como a tantos y tantos otros plebeyos los pilló currando.
Las reacciones fueron de lo más variadas: unos, con pena porque llegaba a su fin su etapa de groupies de Juanca, que fue un Rey muy campechano, muy bueno, muy calmado, muy poco corrupto, muy poco gandul, muy poco cazador de elefantes y demás fauna, muy buen líder de la Transición hacia la democracia (a pesar de ser haber sido colocado por un dictador, ¡qué cosas!), muy sereno en el 23-F, acontecimiento que no fue, para nada, un instrumento diseñado para ensalzar la vida y milagros del por aquel entonces principiante Juanca. Otros, ilusionados porque se acercaba su etapa de groupies de Felipe (bueno, suelen ser los mismos de antes).  Y una mayoría (los titulares de los periódicos más importantes discreparían, peeeeero…) hasta la mismísima coronilla de una institución parasitaria, que vio ese 2 de junio como el comienzo de un viaje hacia la recuperación de una forma de gobierno robada vilmente al pueblo que la eligió democráticamente, por las mismas manos que coronaron a Juanca. (Parece un thriller malo, pero es la realidad en la que vivimos).
También hay gente que dice que, bueno, como el Rey es básicamente una figura simbólica, que daño no hace, y además como es tan majo y campechano, estorbar no estorba y para qué marear el status quo, con lo bien que le está funcionando a algunos. Pues bien, como Jefe de Estado, el Rey tiene teóricamente, entre otros poderes, el de sancionar y promulgar las Leyes, convocar y disolver las Cortes Generales, expedir los decretos acordados en el Consejo de Ministros, la inviolabilidad legal de su persona… Eso, por lo menos en mi pueblo, se llama “cortar el bacalao”. Figura simbólica o no, nadie nos ha preguntado si queremos pagarles a este señor y sus numerosos familiares el chalecito, el yate, las vacacio… Bueno, ese período del año en el que hacen lo mismo que durante el resto del año, es decir, vivir la vida con el dinero de la plebeyada,  pero en un lugar soleado y turístico. Lo más gracioso es que toda esta vidorra se pasa de padres a hijos cual enfermedad hereditaria. Literalmente, de padres a hijos varones, porque, por si no era lo suficientemente medieval todo, cuando el Rey abdica el trono pasa por defecto a las nalgas de su primer hijo varón (en el caso de Felipe, el único), porque parece ser que con el pene vienen incorporados superpoderes para reinar o algo.
Una persona educada y preparada en este siglo tendría que rechazar por principio cualquier forma de sumisión de un ser humano a otro, y más si dicha sumisión se basa en el vientre del cual haya salido cada uno. La monarquía, le pese a quien le pese, es una institución rancia, retrógrada, machista y totalmente anacrónica en una sociedad cuyos pilares fundamentales se asientan en el evidente, sencillo y hermoso hecho de que todos somos iguales en derechos y deberes, y que ninguna diferencia de sexo, color de piel, nacionalidad, cultura o apellido es suficiente para quebrantar dicho concepto, la base de todo sistema democrático que se precie.
Hoy en día, ante la más mínima llamada al sentido común y a la compasión que como seres civilizados se nos presupone mostrar para con nuestros congéneres, ya se hace uso de esa palabreja tan utilizada para atacar la opinión de nuestros contrarios: demagogia. Y vamos a ver, es que demagogos somos todos a ojos de aquellos con diferentes opiniones a las nuestras. Uno siempre encuentra motivos en los argumentos de su rival para tacharlo de intentar “ganarse el favor popular mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos”, porque lo que se podría definir como “una manipulación sentimental para hacer parecer válido un argumento” varía según los valores e intereses personales de cada uno. Para mí, por ejemplo, decir que es una barbaridad desmesurada gastarse semejante millonada en la famosa Coronación habiendo familias muriéndose de hambre en la calle de al lado NO es demagogia, es un hecho tristemente verídico, e intolerable en cualquier régimen que se quiera hacer llamar “democrático”. Oh, ingenua de mí, que estoy convencidísima de que es inenarrablemente injusto  permitir que se destine tamaña cantidad de dinero a una ceremonia a mayor gloria de un señor que ha hecho para estar ahí exactamente lo mismo (más bien menos) que tantos otros millones de españoles en vez de a alimentar y mantener a una familia a la que un sistema opresor y totalitario ha privado de sus más básicos Derechos Humanos.
Y sí, hablemos ahora de la Coronación. Menudo follón, ¿eh? Cualquiera diría que Madrid estuviese bajo amenaza terrorista. Porque semejante parafernalia, a mí que no me fastidien, no es normal. 120 francotiradores (supongo que fueron entrenados siguiendo la estela de Juanca y Froilán) apuntando al populacho desde los tejados, y un porrón de fuerzas de seguridad a pie de calle. A mí, qué queréis que os diga, me parece altamente ofensivo hacia la población, como dando por supuesto que TODOS son terroristas en potencia (¿dónde carajo está la “presunción de inocencia”?). Si estuviesen tan seguros de que el pueblo ama la monarquía, de que ama al nuevo Rey y de que besa el suelo por donde pisa, entonces no tiene ningún sentido que pusiesen tantas medidas de seguridad, ¿no? Es como decir: “Bueno… los súbditos nos adoran pero por si acaso, sólo por si acaso, vamos a recordarles que tienen que sonreír y babear a nuestro paso poniéndoles a una fila de francotiradores apuntando hacia ellos en el tejado de enfrente. Que la gente es muy despistada”.
¿Y qué me decís de la violencia policial contra aquellos criminales que cometieron la tremenda indecencia de, ¡¡oh!!, salir con banderas republicanas a la calle? ¿Llevar en la solapa un pin de la República (sí, hubo gente a la que se le impidió el paso por eso)? Muy frágil tiene que ser un sistema para que se vea amenazado por un trapo pintado de colores. Si yo ese día hubiese salido a llevar a la tintorería una sábana desteñida que casualmente estuviese coloreada de rojo, amarillo y violeta, ¿me hubiesen detenido también?
 Y ojo, que como ahora está muy de moda, lo vintage, también se seguía esa moda de por allá por el 1936 de detener a gente por gritar la semejante herejía que es “¡Viva la República!”. ¿Es que acaso cualquiera de esas personas, los que llevaron banderas, insignias, los que expresaron libremente su opinión totalmente democrática y válida de preferir la República en lugar de esta gañanada rancia y ladillosa que es la monarquía, cometió algún acto de violencia? ¿Atacó a alguien? ¿O es que ahora el derecho a la libre expresión es ejercer la violencia? Ahí no vi  más violencia que la opresión física y psicológica de los cyborgs disfrazados de fuerzas de seguridad. Francamente, no se me ocurre una expresión más clara de terrorismo.


PD: Venga, va, no podía acabar esta entrada sin decirlo: ¡VIVA LA REPÚBLICA!


lunes, 12 de mayo de 2014

¿Apto o no apto?

Estar en pleno mayo nunca ha traído ninguna connotación positiva en la vida estudiantil. A la ya de por sí inquietante amenaza de los exámenes se le suman los trabajos encomendados a última hora (no “dejados” para última hora, sino “mandados por el profesor/a” a última hora; la diferencia es importante), la creciente pila de apuntes por estudiar (agregar dos, tres, cuatro temas a una semana antes del examen es para no pocos algo completamente lógico y didáctico) y los cálculos de “Si saco X en el trabajo, entonces tendré que sacar mínimo Y en el examen para aprobar… Pero contando con el 10% de las prácticas y la asistencia… ¿Entonces es un 5% cada una?... Y si me han puesto Z en el informe de prácticas eso significa que…” (reconozcámoslo: tod@s lo hemos hecho). 
Y así transcurren todas las primaveras estudiantiles desde que uno alcanza la edad suficiente como para que no le manden de deberes fichas para colorear y redacciones sobre el otoño. La pregunta es: ¿qué sentido tiene todo esto?
Desde los primeros días de parvulario le enseñan a uno que lo importante es participar y trabajar en grupo, que hay que tener compañerismo y que una clase es una comunidad y como comunidad todo el mundo dentro de ella desempeña un papel igual de necesario, digno e importante. Todo esto mientras te están comparando con tu vecino de pupitre para ver a quién se la da mejor el cálculo, quién es mejor en la cancha de deportes o quién tiene una caligrafía más bonita.
El instituto es otra historia. Pero no deja de ser el mismo perro con distinto collar. En plena tormenta de acné, angustia existencial, oscuros deseos adolescentes, te dicen que tienes que elegir tu futuro, que tener dudas sobre el mismo es algo antinatural, y que desde tu más tierna infancia ya tendrías que haber sabido qué es lo que más te tira de todo el amplio abanico de conocimientos que se ofrecen en una escuela. Cuando llega el momento de pensar en “OH, la vida después de la graduación”, es cuando uno se empieza a tirar de los pelos.
Pero vamos a ver, señores. A los 16 años uno ni sabe lo que quiere para cenar, ¿cómo le vamos a pedir a un chaval de esa edad que se cargue a las espaldas el peso de una decisión que condicionará su futuro entero, y lo que es peor, amenzarlo con que, si se equivoca en la misma, no puede esperar de su vida más que fracaso?
Te venden eso de “Te vamos a enseñar a pensar”, cuando en realidad es “Vamos a intentar convertirte en una máquina de aprobar exámenes”. No es lo mismo enseñar a pensar que enseñar UNA manera de pensar, y con la tristísima y patética situación de la profesión de profesor en España, usted me está transmitiendo esa frustración y ese descontento que tiene con la vida. Que por cierto, dice mucho de un país que se manosee, maltrate, infravalore y denigre tanto la labor de un docente mientras un señor en cuya subida al trono nadie tuvo ni voz ni voto (excepto cierto dictador) se gaste los cuartos matando elefantes y berrear en algún programa de corazón haga que tu cuenta bancaria caiga en la obesidad.
Te venden el compañerismo, cuando en realidad en las aulas se tiende en gran medida a fomentar la rivalidad y la competición, y no hablo de las sanas. Y os lo digo como la persona autoexigente y competitiva, sobre todo con mí misma, que he sido siempre: tener que tragarte todo eso en una etapa vital por definición tan jodidamente complicada como lo es la adolescencia es MUY duro y puede llegar a ser MUY traumatizante.
Es evidente que no todos nacemos igual. Pero eso de los “listos” y los “tontos” es un invento para amedrentarnos y mantenernos dentro del rebaño: tú sirves, haz esto, tú no, haz esto otro. Cuando lo cierto es que TODOS somos inteligentes. Repito, TODOS. Hay muchos tipos de inteligencia: numérica, verbal, lógica, espacial, manual, personal, interpersonal, musical... Que alguien sea nulo en alguna de esas cosas no implica que sea un garrulo. Todos somos inteligentes, la cuestión es saber potenciar eso que ya tenemos. ¿Cuántas mentes prodigiosas para un determinado campo del conocimiento, cuántos alumnos curiosos por saber se han quedado en el camino, asfixiados y derrotados por un sistema opresor que pretende reducir tus habilidades e intereses a una simple cifra?
Creo firmemente que todos somos capaces de hacer lo que nos propongamos. Puede costarnos más o menos, según nuestras habilidades naturales, pero podemos. Es un cliché, pero la cuestión es echarle coraje y empeño y ganas, y tener claro ante todo que tú eres (y “estás destinado” a ser) lo que quieres ser, no la etiqueta que alguien te haya puesto aleatoriamente por algún absurdo convencionalismo limitante.
Este sistema educativo que tenemos (y ya no digamos si está mezclado con la religión… Es otro tema pero si hay algo que tengo claro es que: Religión + Escuela=DANGER DANGER) y, bueno, la sociedad en general, nos quiere hacer creer que ya venimos servidos de casa, que dependemos de una autoridad (llámesele X a esa figura autoritaria) para vivir porque somos demasiado insignificantes para conseguirlo por nosotros mismos. Que nacemos ya “determinados”. Pues no. Nacemos con una serie de cosas y nos vamos convirtiendo en otra serie de cosas en el complejo y fascinante viaje que es la vida.
La vida escolar, incluyendo desde los más dulces años de la infancia en parvulario hasta los primeros pasos en el mundo adulto en la Universidad, debería ser la etapa más bonita, enriquecedora y memorable de la vida de uno. Convertir el aprendizaje de todas las cosas maravillosas e impresionantes que hay en este mundo (el suelo que pisas, los libros que lees, el aparentemente simple hecho de cómo mis manos pueden deslizarse por el teclado para producir este texto) en una carrera de obstáculos no es bueno, ni rentable ni a corto ni a largo plazo.

¡Uy! Acabo de mirar el reloj; qué tarde se me ha hecho. Os dejo, que tengo que estudiar.

lunes, 7 de abril de 2014

Oda a las ojeras

Hace unos días llegó a mi conocimiento un artículo (?) publicado hace unos meses en la versión digital del periódico “El Mundo”, titulado (agárrense) “El 'cuerpo 10' de Pilar Rubio se toma una excedencia por su embarazo”, y con el subtítulo “Decálogo de los cambios que sufrirá el cuerpo de la presentadora durante la dulce espera”.*
Encima, incluyen un bonito y nada obvio fotomontaje de qué aspecto tendrá la ex-reportera de “Sé lo que hicisteis” en su octavo mes de embarazo. Muy útil, porque ¿cómo estará cuando llegue a los ocho meses de embarazo? Creo que nadie se podría imaginar que tuviese un bombo que no le dejase ver los pies. Toda una sorpresa.
“Cuerpo 10” con respecto a qué escala y teniendo en cuenta qué parámetros, es otro tema. (Personalmente, me parece un concepto totalmente estúpido, y sexista, pero me voy a centrar en el “decálogo” en sí). Nos regalan una pequeña lista de todos los crímenes contra el cuerpo de la mujer que perpetra un embarazo: aumento de peso, crecimiento de la tripa, desdibujamiento de la cintura, ensanchamiento de las caderas, flacidez, celulitis, estrías, caída de pecho, deslucimiento del cabello y del rostro… Auténticos atentados contra la estética, como ven. Me llama especialmente la atención la frase “Afortunadamente, gran parte del peso acumulado durante la gestación se pierde en el momento de dar a luz”. Ufff, pues menos mal, ¿eh? Que ya estaba en un sinvivir. Desde luego, saber eso es todo un alivio para las mujeres recién paridas, cuya primera y más urgente preocupación es cómo sacarse de encima esa antiestética grasa extra (el ser humano pequeñito y chillón que demanda toda tu atención, energía, tiempo y cariño es algo totalmente secundario).
La gran paradoja de todo esto es que vivimos en una sociedad que exige a la mujer ser activa, dinámica, emprendedora, deportista, sociable, con inquietudes culturales, multiorgásmica,  tener un aspecto siempre perfecto Y querer ser madre y “asentarse en la vida” con un hombre, porque, como todo el mundo sabe, no eres mujer de verdad si ese no es tu objetivo primario en la vida. O sea que buscamos, básicamente, madres modelos, PERO cuando una mujer  “modelo” (tómese el término con pies de plomo) va a ser madre, lamentamos todo lo “se echa a perder”. O eres madre o eres “atractiva”. Porque en esta sociedad hipócrita que se nutre de las apariencias, el embarazo, la menstruación y todo lo que el cuerpo de la mujer conlleva de forma natural es algo sucio e incómodo que debe ser tabú. Debe ser tabú todo aquello relacionado con el cuerpo femenino que no implique directamente un beneficio estético. Lo incómodo, lo inoportuno, lo “sucio”, no existe.  Y cuando lo incómodo, lo inoportuno, lo “sucio”, deja de estar relacionado solamente con tu capacidad reproductora para extenderse a las arrugas, la celulitis, la piel desgastada por los años, las formas caídas, las patas de gallo, entonces, lo siento; para la omnipotente sociedad occidental del consumo del siglo XXI, ya no eres mujer. Eres algo viejo e indigno que, al menos socialmente, ya no tiene utilidad ninguna. 

El burka de la mujer occidental, señoras y señores, se llama talla 38.

Soy de esas mujeres que más de una vez, y más de dos, se ha presentado en clase a primera hora con rostro de fantasma y ojeras como dos soles por haberse quedado leyendo hasta tardísimo la noche anterior. Más de una vez, y más de dos, se me ha olvidado peinarme, por estar ocupada con otra cosa, por andar a toda prisa, por un despiste o por, qué demonios, pura pereza.  Mi técnica para elegir la ropa del día suele reducirse muchas veces a, básicamente, abrir el armario e improvisar. Y qué queréis que os diga. Me la suda.
Vivan las chicas (y los chicos) con ojeras, cara de cansancio, espinillas, kilos de más, kilos de menos, pelo revuelto, aire desaliñado (pero desaliñado de verdad, no desaliñado postureado), que se echan cremas o que pasan de hacerlo. Que resultan “incómodos” para un mundo que prescinde del es y se obsesiona con el parece.

En fin, que me cabrea muchísimo que “artículos” tan evidentemente ofensivos y machistas se cuelen en el periodismo serio (tan serio como puede llegar a ser el periodismo que hace "El Mundo”, se entiende). Bueno, mejor dicho, directamente, me toca los ovarios que dichos “artículos” existan. Que esta mentalidad siga existiendo, en una sociedad que ha avanzado tanto como para que podáis leer estas líneas desde las antípodas inmediatamente después de que las haya publicado, pero que sigue siendo fundamentalmente el máximo exponente de lo gañán y lo troglodita.

*Podéis leer este despropósito periodístico aquí:  http://www.elmundo.es/loc/2013/11/16/52866cbf61fd3d26558b457a.html 

domingo, 16 de febrero de 2014

DE BOLONIA Y OTROS DESASTRES

En España, cada vez que queremos (fingir) ser muy modernos y muy europeos, la cagamos espectacularmente, quizá por ese complejo de país tercermundista que llevamos décadas arrastrando. Y con el plan Bolonia y el tratamiento que se le da a la Universidad en general no podríamos ser menos, porque el don de cagarla espectacularmente no se limita sólo a asuntos triviales o fácilmente solucionables, no. Si es un asunto de máxima importancia para el desarrollo y bienestar de la sociedad como es el qué hacer con nuestros universitarios, el don incluso se magnifica.
¿Qué noción tiene la gente no universitaria sobre el plan Bolonia? Así de buenas a primeras, una reforma (¡otra para la colección!) educativa aplicada a la Universidad, que generó mucha polémica y con la que muchos (sobre todo universitarios que la están viviendo en sus propias carnes) expresan descontento y frustración. A mí lo que me fascina mucho son los comentarios de la gente que habla sin saber.
Sois una pandilla de quejicas que nunca han tenido que esforzarse por nada y que en cuanto os ponen unos exámenes universitarios delante ya os creéis víctimas del sistema.  Además, que con Bolonia vais a clase y hacéis unos cuantos trabajos y ya estáis aprobados. Ya. Claro. ¿La persona que me dice esto ha estudiado con Bolonia? No. Bien. Practicando la tradición milenaria de opinar sin tener ni puñetera idea de lo que se está opinando. Típico.
Me he pasado noches sin pasar por cama (literalmente) haciendo trabajos e informes que luego a la hora de evaluar y poner una nota el personaje encargado de eso se ha pasado por el forro de los cojones, y no precisamente porque su calidad fuese mala, sino porque supongo que cuando estás cobrando por algo que en el fondo te importa un comino y sabes que tu cuenta corriente va a seguir engordando cada mes independientemente de cómo trates a tus alumnos, las noches en vela de una estudiante cualquiera de una masa de alumnos cualquiera en un aula cualquiera pues te la sudan un rato largo.
Bueno, pero es que los trabajos y demás cosas de clase no son para conseguir X puntos en vuestra nota, son para que aprendáis. Porque a la Universidad uno va a aprender, no a conseguir una media determinada. PERDÓN. Perdón por pedir que las horas que he pasado entre libros, sangre, sudor y lágrimas se vean reflejadas en mi expediente con el peso que merecen. Perdón por creerme eso que me contaron de niña de que “todo esfuerzo tiene su recompensa”. Perdón por preocuparme por mis notas y por protestar cuando me parecen injustas. En resumen, perdón por esforzarme en lo que hago porque creo que el amor que siento por ese algo bien vale unas cuantas horas encerrada entre cuatro paredes con cafeína a un lado y subrayadores al otro. Desde luego, perdón, Bolonia.
Y no empecemos con los exámenes. El que diseñó el sistema de exámenes boloñeses podría ser muy listo para algunas cosas, no lo discuto, pero desde luego en pedagogía mal andaba. A ninguna mente en su sano juicio le parecería de recibo acabar las clases un 20 de diciembre y tener el primero de cinco, seis, siete exámenes el 8 de enero, porque apenas dos semanas no garantizan el estudio decente de mil páginas de apuntes por cada materia, y menos en plenas vacaciones. O acabar las clases el 15 de mayo y seis días después tener el primer examen. Ay, hijos míos, pero es que quien algo quiere, algo le cuesta. Es lo que decía antes: la cultura del esfuerzo. Si es que sois niños que habéis nacido con un ordenador debajo del brazo, y claro, estáis acostumbrados a tener todo al instante sin mover un dedo. Además, si hubieseis llevado todo al día no estaríais agobiados los días antes de los exámenes, pero es que os perdéis en la vida universitaria, todo el día que si este jueves salgo, que si mis amigos dicen de ir a no sé dónde, que si me voy de cañas… y claro, lo dejáis todo para el último momento.
 Para empezar, no conozco a ningún universitario que “deje todo para el último momento”. Entre trabajos, exposiciones orales, exámenes parciales, seminarios y ejercicios para entregar es IMPOSIBLE pasarse todo un cuatrimestre sin tocar un libro. Después de casi cuatro meses pasando apuntes, leyendo manuales, haciendo esquemas, elaborando trabajos y asistiendo a clases (en resumen: ESTUDIANDO y asimilando materias), es lógico suponer que llega un momento de fiestas y cenas con la familia en el que nos apetece descansar, pero no. Los exámenes de enero acechan como lobos hambrientos de fracasos. Y aunque trabajemos constantemente durante todo el cuatrimestre, con las mil y una horas de clases, tutorías absurdas (yo he llegado a tener “tutorías obligatorias para resolver dudas” a la segunda semana de clases, cuando prácticamente no se ha pasado del tema de Introducción), horas y horas dejándonos la vista en el laboratorio (para luego currarnos unos informes de prácticas que al final no van a tener ningún peso real en nuestra calificación final), pues, evidentemente, hay cosas que se nos escapan.
Porque aunque los creadores de Bolonia estaban convencidos de lo contrario, los días de los estudiantes universitarios, igual que los de cualquier otro ser que habite sobre este planeta, solamente alcanzan las 24 horas. De esas 24 horas, aunque los creadores de Bolonia estaban convencidos de lo contrario, para los estudiantes universitarios, igual que para cualquier otra persona, es sano y natural reservar un tiempo para la distensión, el ocio, las aficiones y el descanso (y por supuesto el dormir), y sobre todo en una época vital de formación como la que estamos viviendo. Otra vez vuelvo a dar muestras de mi ingenuidad: yo creía que la Universidad servía para descubrirte a ti mismo como futuro trabajador y como persona en general, no para convertirte en una máquina de aprobar exámenes y entregar tareas dentro del plazo límite. Pero, una vez más, los creadores de Bolonia estaban convencidos de lo contrario.
Conozco a gente con un interés acojonante en sus carreras, que empinan los codos como el que más, que se informan y leen y estudian cosas de su campo extraescolarmente por puro placer, y sin embargo se frustran por unos resultados académicos que no reflejan todas esas horas invertidas en la formación. Porque sí, amigos. El leer, reflexionar, investigar y discutir por tu cuenta entran dentro de la formación universitaria, pero claro, como no están valorados con un porcentaje en una nota, solemos pasarlas por alto. Yo si fuera empresaria, o encargada de un laboratorio, o de recursos humanos en cualquier institución, y estuviese en mi mano contratar a nuevo personal, no dudaría un segundo en contratarlos a ellos. “Pues claro”, diréis. “Porque los conoces y son tus amigos, y entonces tú, que vas de moralista por la vida, estarías cayendo en la ancestral tradición del enchufismo”. Pues no. Los contrataría porque los veo muchísimo más preparados, con una formación mucho más completa, extensa y honesta, que algunos que, mediante la técnica de “chapatoria-vómito-resaca y olvido” que nos han pintado desde Primaria como clave del éxito estudiantil,  se han asegurado un expediente chachi y admirable, pero poco sincero.
¿Y qué pasa con los que ponen las notas en ese expediente? Pues recurramos a la sabiduría popular: “habrá de todo, como en todas partes”. Y bien cierto que es. Me han dado clase profesores  tan apasionados con lo que hacen que inspiran, no imponen, respeto, y enseñan de una forma que más que dar una clase, parece que estén escribiendo una carta de amor a su asignatura. Pero, seamos sinceros, si hay algo que sobra en la Universidad, son profesores desmotivados,  o pagados de sí mismos, de esos que creen que una cátedra es un Premio Nobel, o que les hace poseedores de la verdad absoluta. Yo si tengo que elegir para que me enseñe una asignatura entre una persona que sea un hacha investigando, una eminencia en su campo, pero con aptitud para la enseñanza tendiente a cero, y  otra normalita o de poca relevancia en la investigación, pero que esté absolutamente enamorada de la enseñanza, pues me quedo con el enamorado. Porque por mucho que nos fiemos de nuestra faceta de animales racionales, la mayoría de las veces nos movemos por impulsos y pasiones, y a alguien que ama su trabajo se le nota mucho, sobre todo en comparación con alguien que está ahí como trámite para justificar que se le ingrese un sueldo en la cuenta bancaria cada mes, y de paso alimentar un poquito más su ego.
Tampoco pido profesores tipo Robin Wlliams en “El club de los poetas muertos” (aunque anda que no molaría tenerlos). No pido profesores que nos motiven tanto y nos empapen tanto de sabiduría y amor por su materia que hasta nos subamos a las mesas y proclamemos con lágrimas de emoción y el corazón retumbándonos de  éxtasis en el pecho “OH CAPITÁN, MI CAPITÁN”. Eso ya sería mucho pedir, y sería demasiado genial que nos los concediesen. Solamente pido unos profesores, y ya que estamos, unos alumnos, un sistema universitario (qué leches, un sistema educativo en general) que se quede con el mensaje de la película: Carpe diem. Pero no un Carpe diem entendido en el sentido choni y banal de hoy en día, un Carpe diem que se escribe así pero se pronuncia “hago lo que me sale del nabo sin importarme el efecto que puedo tener sobre los demás, o sobre mí mismo, con mis acciones”. No. Un Carpe diem verdadero, bonito, puro, sincero, ese Carpe diem que Robin Williams, libro de poesía en mano, inculcó a unos ingenuos e inocentes chicos que acabaron subiéndose a mesas para defender aquello en lo que creían. Que estamos aquí de paso, que igual que ahora estoy escribiendo estas líneas dentro de unas horas puedo estar en el otro barrio, que si estamos estudiando una determinada carrera es (bueno, debería ser) porque nos morimos de amor por ella y porque, si para llegar a ser o hacer X en la vida tenemos que pasar Y años de estudio, esfuerzo, trabajo e incertidumbre, queremos pasar esos Y años de estudio, esfuerzo, trabajo e incertidumbre con esa profesión y no con otra cualquiera.
Por eso,  y porque partimos de la base que nos gusta tanto esa carrera que estamos dispuestos a vivir en el no saber, en el estar perdidos, en el no sé qué será de mí dentro de unos años, no creo que sea justo, ni moral, ni ético, ponernos más obstáculos que los que ya el mero hecho de inclinarte por una u otra vía académica y profesional trae de serie. Por eso Bolonia la está cagando, y por eso en el futuro los puestos de trabajo estarán ocupados por profesionales que de eso sólo tienen el nombre, que aprendieron a odiar algo que amaban, que vivieron sus años universitarios frustrados por un sistema absurdo y deshumanizador. Esto suponiendo que consiguan trabajo después de todos esos años de esfuerzo.
Y mientras esto no se resuelva, ¿qué nos queda? Pues combatir el sistema desde dentro y demostrarle que podemos llegar a ser quienes queremos ser, por muy jodido que nos lo ponga. Y, por supuesto, también quejarnos.

Carpe diem, señores.

jueves, 13 de febrero de 2014

La cosa va de frutas

No hay nada mejor que emborracharse de ingenio con este texto atribuido (probablemente de manera apócrifa, pero y qué, me hace ilusión pensar que lo escribió él) a mi querido John Lennon y que os dejo más abajo para enfrentarse a uno de esos días del año en los que ser feliz es casi obligatorio por norma social. En el que el amor se mide en cajas de bombones y ramos de rosas vendidos. En el que recibir una tarjeta de felicitación se equipara con celebrar un sentimiento tan grande e intenso que se escapa de todo calendario, por mucho que nos empeñemos en ponerle un día.
Y es que no sé vosotros, pero a mí siempre me ha fastidiado sobremanera el concepto de “media naranja”. Lleva implícito que de alguna manera somos seres incompletos, mesas cojas, que dependemos de otras personas (de nuestra otra “media naranja”) para sentirnos plenos y realizados en nuestras vidas, que nuestra valía como personas depende de otras personas.
Craso error.
Cada uno de nosotros es una naranja entera. No necesitamos (y qué bien que no lo necesitemos) a nadie para que “nos complete”. Somos personas perfectamente válidas por nosotras mismas, capaces de llevar a cabo grandes hazañas, y de cometer tremebundos errores, porque contenemos las dos mitades de la naranja. Las dos mitades de la naranja somos todos y cada uno de nosotros. 
Como me dijo una vez una persona sabia, no es “Tú me completas”. Es “Tú me potencias”. Tú me haces querer sacar lo mejor de mí. Tú me ayudas a ser feliz, haces que me sea más fácil ser feliz, pero no eres lo único que me hace feliz, ni mi felicidad depende de ti. Que tu felicidad dependa únicamente de tener a alguien al lado es muy poco sano. Imaginadlo desde el otro lado: que vosotros fueseis el único factor del que dependiese la felicidad y bienestar de vuestro novio, novia, arrejuntamiento, esposo, esposa, como-queráis-llamarlo. Qué horror. Como muy bien dice mi colega Johnny, nadie se merece tener que lidiar con una carga semejante, principalmente porque en última instancia las únicas personas que podemos hacernos felices somos nosotros mismos.
A la mierda el “Tú me completas”, el “Tú eres mi mundo”, el “Nada tendría sentido sin ti”. Mi mundo eres tú, cierto. Y todas las demás personas a las que amo y adoro con locura. Y yo. Yo tengo un lugar bastante destacado en mi mundo (para algo es mío). Y mi trabajo o estudios. Y mis aficiones. Y todas las cosas que me gustan, y las que se me dan bien o no tan bien. Y mis defectos y mis virtudes. Mi mundo (el mundo de cada uno, se entiende) es (o debería ser) tan grande y rico y satisfactorio que no depende de una sola pieza para su buen funcionamiento.
Seguimos con lo que nos cuenta (supuestamente) Lennon: nos han querido vender desde niños un ideal de felicidad que no siempre se cumple. Hay muchas, muchas personas que para ser feliz necesitan seguir otra vía distinta a la de “madre-padre-niños-casa-coche-perro”. Y hay otras muchas personas que buscan eso porque saben que les hará muy felices. Ninguna de los dos caminos es mejor o peor que el otro. Es más, ni siquiera hay solamente dos caminos. Hay tantos caminos como seres humanos en el mundo, y tratar de vender como “bueno” o “correcto” o “moralmente adecuado” uno solo de ellos es como si de repente uno de esos tantos seres humanos se erigiese por encima de los demás e impusiese su forma de vida como la única válida, ignorando y despreciando todos los más de 7000 millones restantes. Hay gente que busca una cosa, hay gente que prefiere otra, hay gente que no se lo plantea y va sobre la marcha, hay gente que cree que busca algo, lo consigue y se da cuenta de que eso no le hace feliz, y entonces empieza a buscar de otra manera. Hay gente y gente y gente y gente. (Qué aburrido sería que solamente hubiese “gente", en lugar de “gente y gente y gente y gente”).
No mercantilicemos el amor. No le pongamos barreras ni normas, ni modelos a seguir, ni ideales prefabricados y envueltos en papel de celofán, ni cruces en el calendario, a un sentimiento tan libre, único e irrepetible como cada uno de nosotros, que cada uno de nosotros merece vivir de una manera tan libre, única e irrepetible como considere conveniente.

Porque se habla mucho de la “media naranja”… pero ¿y si soy un limón?


They made us believe that real love, the one that’s strong, only happens once, more likely before your thirties.
They never told us that love is not something that you can put in motion, neither has time schedule.
They made us believe that each one of us is the half of an orange, and that life only makes sense when you find that other half.
They did not tell us that we were born as whole, and that no-one in our lives deserve to carry on his back such responsibility of completing what is missing on us: we grow through life by ourselves. If we have a good company it’s just more pleasant.
They made us believe in a formula “two in one”: two people sharing the same line of thinking, same ideas, and that it is what works.
It’s never been told that it has another name: invalidation, that only two individuals with their own personality is how you can have a healthy relationship. It has been made to believe that marriage is an obliged institution and that fantasies out of hour should be repressed.
They made us believe that the thin and beautiful are the ones who is more loved, that the ones that have little sex are boring, and the ones that has a lot of it are not trustful, and that will always have a old shoes to a crooked foot; what they forgot to tell us is that there are more crooked minds than feet.
They made us believe that there’s one way formula to be happy, the same one to everybody, and the ones that escape from that are condemned to be delinquents.
We have never been told that those formulas go wrong, they get people frustrated, they are alienating, and that we can try other alternatives.
Oh! Also they did not tell us that no one will tell those things to us. Each and everyone of us will have to learn by ourselves.
And, when we get to the point that you are in love with yourself first, that’s when you can fall in love with somebody.